Comentario
Tradicionalmente la sociedad del Antiguo Régimen europeo ha venido definiéndose como una sociedad estamental, de carácter jerárquico, heredera de la antigua sociedad de órdenes medieval. Los rasgos esenciales de este tipo de clasificación obedecen a los siguientes criterios:
- Posición determinada por la sangre, que discrimina desde el nacimiento a nobles y no nobles.
- Desigualdad ante la ley. Diferencias jurídicamente reforzadas y cristalizadas en torno a la noción de privilegio.
- Articulación orgánica del cuerpo social en tres estamentos: nobleza, clero y estado llano o tercer estado (correspondientes a los antiguos bellatores, oratores y laboratores).
- Estanqueidad de los estamentos suavizada por fenómenos de ósmosis, convencionalmente admitidos como medio de aliviar las tensiones provocadas por los impulsos ascensionales de promoción, en el marco de un dinamismo social superador de la rigidez propia del Medievo.
La sociedad estamental aparece así como una construcción sustancial, alejada de la sociedad de castas, en las que los grupos se segregan como espacios absolutamente cerrados y en la que late una repulsión profunda por el otro, incluso en el plano biológico. Se aleja también de la sociedad de clases, de raigambre liberal, en la que prima el principio de igualdad jurídica y de oportunidades, y las diferencias se establecen en función de la riqueza.
Del entrecruzamiento de dos pares de opuestos básicos: noble/plebeyo y religioso/laico, resultaría, pues, la clásica visión tripartita de la sociedad estamental, caracterizada por la existencia de dos estamentos minoritarios, la nobleza y el clero, jurídicamente privilegiados respecto a un tercer estamento definido por exclusión, es decir, por su carácter no privilegiado: el estado llano. Según la teoría, cada uno de ellos desempeñaría una función complementaria de las funciones del resto. Los nobles velarían por la seguridad del cuerpo social. El clero se encargaría de la dirección espiritual. El pueblo, receptor de ambos bienes, sostendría con su trabajo al conjunto. Los privilegios se legitimarían como medio de recompensar la delicada función de los primeros, o sea, su indiscutible utilidad social.
Todo ello, en el plano teórico. Se pueden formular, no obstante, algunas objeciones a este modelo de jerarquización social. En primer lugar, hay que tener presente que esta visión orgánica encubre una proyección ideal, que busca justificar ideológicamente las prerrogativas de unos grupos dominantes interesados en la autoperpetuación de su papel dirigente y de los beneficios derivados del mismo (P. Vilar, R. Stavenhagen).
En segundo lugar, las diferencias de fortuna introducían en los Estados un amplio espectro de desigualdades, que determinaban la existencia de un gran número de grupos heterogéneos. Se podrá distinguir así, dentro de los grupos superiores, entre una alta, una media y una baja nobleza, así como entre un alto, un medio y un bajo clero. En el estado llano las diferencias serían incluso más numerosas, dependiendo de niveles de fortuna, status socio-profesionales y otros diversos criterios.
En tercer lugar, el concepto de privilegio no estaba restringido a nobleza y clero. Los cuerpos y grupos privilegiados eran muchos y variados. Los gremios urbanos, por ejemplo, gozaban de privilegios corporativos respecto a la producción y comercialización de sus productos. Los consulados de mercaderes eran, asimismo, cuerpos privilegiados. Los privilegios provinciales y locales impugnaban todo principio de horizontalidad jurídica dentro del conjunto de los súbditos de un mismo monarca. Los ejemplos en este sentido podrían multiplicarse, y quizá no fuera exagerado afirmar que la noción de privilegio impregnaba a la sociedad globalmente y no de forma particular a los grupos que en teoría jugaban un papel dirigente.
Los privilegios jurídicos (vinculados o no a una función estamental) aparecen de esta forma como un elemento más de juicio para discernir las jerarquías sociales, pero no como el único, y habría que preguntarse hasta qué punto es el más importante. Es cierto que, independientemente de su fortuna, un noble o un eclesiástico, por míseros que fueran, disfrutaban íntegramente de las preeminencias de sus respectivos estamentos. Y que un burgués enriquecido por los negocios, por mucho dinero que hubiera podido amasar, se hallaba a priori privado de las mismas. Pero no menos cierto es que la fortuna deparaba posibilidades abundantes de medrar socialmente y de flexibilizar las rigideces teóricas de las fronteras estamentales que distanciaban al plebeyo del noble. Así lo reconocía fray Benito de Peñalosa en 1629, al escribir en su obra "De las cinco excelencias del español" lo siguiente:
"No se puede negar sino que las riquezas, por la mayor parte, dan causa de ennoblecer a los que las tienen por lo mucho que el dinero puede (...) porque de ordinario vemos que hombres plebeyos, siendo ricos y poderosos (...), no sólo ganan opinión de nobles, mas de ilustres y dignos de grandes dignidades".
Como sentenciara el clásico: "Poderoso caballero es don dinero".